Desde pequeño, Puca Sonko había compartido la vida de la tribu; conocía la vida de la selva como si cada rincón de ella fuera su propia casa. Allí estaba feliz y los días transcurrían calmos mientras todos hacían algo para contribuir al trabajo diario.
Cuando el padre de Puca Sonko enfermó, él fue nombrado cacique en medio de ceremonias colmadas de contento y adoración a los dioses. Pero un día, mientras la tribu se recogía al anochecer, llegó un chasqui con noticias para el joven cacique: tribus belicosas venían avanzando, despojando de sus posesiones a cuanta población encontraban a su paso.
Al día siguiente, Puka Sonko armó a los grupos que defenderían a su gente. Por la tarde partieron al encuentro del enemigo. Internándose cada vez más en la selva, Puca Sonko demostró audacia y coraje, lo que infundió valor a sus soldados. Y el tan temido momento se produjo de repente; un grito, muchos gritos; muchos hombres midiendo su bravura. Cuando todo quedó en silencio nuevamente, creyeron que habían logrado vencer al enemigo y que, a lo sumo, tenían algún herido. Los hombres se arrodillaron para agradecer a sus dioses. Pero el cacique sabía que no había concluido todo. Sus pálpitos no eran erróneos.
En ese mismo instante un grupo numeroso de enemigos los sorprendió, pero merced a los esfuerzos de Puca Sonko y los suyos, lentamente fueron dispersados.
La selva volvió a quedar en silencio, y los sobrevivientes, lastimados, buscaron al joven cacique: lo hallaron muerto junto al tronco de un árbol, sobre un charco de sangre al que llegaban sus raíces.
La parte inferior del tronco lentamente tomó un color rojizo; la sangre perdida era absorbida por el árbol, gracias a lo cual, la bravura de Puca Sonko seguiría circulando en un cuerpo vivo al que daría fortaleza extraordinaria.
Así, según los quechuas, nació el quebracho colorado.
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